LAS MIL Y UNA ALEJANDRAS
Lo que sigue es la crítica dossier más hermosa que me han hecho en toda mi carrera. GRACIAS WALTER ROMERO
foto Alejandra Aranda
Alejandra Radano está loca. Por eso se anima a romper formatos que ya exudan cansancio y construye un espectáculo enteramente funambulesco, cantado e interpretado como si caminara por un alambre. Los zapatos no serán zapatos sino coturnos mediúmnicos de brillantina por donde encontrar el camino amarillo para llegar –como Judy– a la Ciudad Esmeralda de un nuevo music hall. La forma debe ser el mensaje, caso contrario el suelo la haría tropezar. Su voz sale por un mic pegado a su cara como el que usan las megafiguras pop o los cantantes de musical, pero el dispositivo escénico, de loca vanguardia, es un carrusel de ocho micrófonos mudos a los que les dirige una voz que no sale: lo que parece amplificar no funca; sólo la acompaña un piano que ejecuta con probidad y arte Diego Vila, pero la voz parece cantarse sola. Las paredes de la sala escénica pueden ser la entrada o la salida a un laberinto o a la cercanía con lo monstruoso, y la parrilla de luces puede desplomarse hacia el suelo, como cuando el techo se le achica a la Chloé de La espuma de los días, de Boris Vian.
Alejandra Radano es la “muchacha de un circo negro” que, mientras se cae del trapecio, canta y sonríe. El music hall reclama eso. Alejandra Radano, en ese piso cableado y falsamente microfonado, es una Ariadna paranoica que siente que perdió el hilo y, sin embargo, tiene un ovillo aferrado a sus manos. Alejandra Radano no está en sus cabales. La bellísima sala de cámara de la Usina del Arte, ese espacio boquense de arquitectura florentina, parece ser el espacio ideal y especular donde Radano, esa mayúscula intérprete-payasa, arremete con tangos-insignias, canciones italianas, un formato de falsa ópera y una larga y anarca opereta que es, en sí misma, un festival a la canción de protesta. El clima es cercano a El extraño mundo de Jack, de Burton, pero cantado en la excelsa versión de Renato Zero, superior a la original.
Alejandra Radano nunca es sólo una. En la primera parte uno parece escuchar, en un procedimiento espectral, a las grandes cancionistas del tango: ¿es la voz monacal de la Ada Falcón recluida la que vuelve a cantar? ¿Es la Ñata gaucha o es Liber vestida de gaucho en La sonrisa de mamá, de Enrique Carreras? ¿Sus manos son las suyas o son las manos enhiestas y los dedos del Michelangelo de la Sixtina en la extremidad anatómica y teatral de Susana Rinaldi? En la segunda parte, a modo de monodrama –en la construcción de una figura oscura y triste, en el personaje autocreado de una Teodora trágica– le canta al estigma de muchas figuras malogradas de la canción. Y Teodora será la Amy Winehouse del “Back to Black” porque, como decía el poeta, sólo vamos al teatro para penetrar en las antecámaras de esa precaria muerte que es el sueño. En la memorable tercera parte, Radano –siempre vestida con garbo y lujo por Fabián Luca– se arropa con la piel más glam y sesentona de las mil y una Nachas, para cantar, con estridencia o ternura, con stand up de un Juan Verdaguer con estrás incluido. Radano lo sabe, o siempre lo supo y ahora se anima más aún: El music hall es el mensaje.
Alejandra Radano es una artista eminentemente queer. Y este espectáculo –que es la Santísima Trinidad del novísimo music hall porteño– es uno y tres, porque son tres cajitas una dentro de otra, o una misma y trampeada “realidad” de relicarios encastrados que deconstruyen la canción como en un prisma. La voz es ese aleph donde Radano, en vez de reforzar disonancias, suena en su mejor momento en los armoniosos y delicados graves, o en coloraturas de una Bianca Castafiore local y muy teñida, que muestra siempre sus artificios. Jean Genet dijo: “Una lentejuela de oro es un minúsculo disco de metal dorado, con un agujero. Delgada y ligera, puede flotar en el agua. Algunas veces una o dos quedan pegadas en los rizos de un acróbata”. Alejandra Radano es esa lentejuela, pero también el acróbata.